El Cristo que no Cambia

El Cristo que no Cambia

March 22nd, 1981 @ 8:15 AM

Hebreos 13:7, 8

EL CRISTO QUE NO CAMBIA Dr. W. A. Criswell Hebreos 13:7, 8 03-22-81  8:15 a.m.   Os habla el pastor de la Primera Iglesia Bautista de Dallas con el mensaje titulado El Cristo Que No Cambia. Pertenece a la serie de sermones doctrinales sobre cristología, la...
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EL CRISTO QUE NO CAMBIA

Dr. W. A. Criswell

Hebreos 13:7, 8

03-22-81  8:15 a.m.

 

Os habla el pastor de la Primera Iglesia Bautista de Dallas con el mensaje titulado El Cristo Que No Cambia. Pertenece a la serie de sermones doctrinales sobre cristología, la doctrina de Cristo. Vayamos al capítulo 13 del libro de Hebreos versículos 7 y 8, el último capítulo del libro de Hebreos. Hebreos capítulo 13 versículos 7 y versículo 8:

“Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe.

Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.

 

Mirando el versículo 7, los tiempos de los verbos griegos nos revelan que estos ministros, pastores, han muerto y la actual congregación es amonestada a recordar su conducta, su fe y su vida: “Considerad cuál haya sido el resultado de su conducta”. Sin duda, apenados por la muerte, quizá por el martirio de estos pastores que les enseñaron y les mostraron el camino de la vida eterna, cuya fe y conducta ahora se les anima a emular.

A continuación, el autor dice que los pastores amados, queridos por la congregación han partido. Ellos desaparecieron y cayeron como una hoja de otoño. El último sermón está en el escritorio. La última bendición está preparada para ser pronunciada. La tarea está terminada. El trabajo está hecho. Pero Jesucristo permanece para siempre. Ellos pasarán, pero el Señor permanece eternamente. Así dice el versículo ocho, después de hablar de la desaparición de los pastores amados: “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos.” El Cristo Que No Cambia.

Él es siempre el mismo. Lo que Él era, es y lo que Él es, siempre será. Él permanece igual para siempre. En el ayer, en el principio Él es el gran Creador. Juan 1:3 confiesa: “Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho”.

Colosenses 1:16 dice: “Todas las cosas fueron hechas por y para él”. En el ayer es el gran Creador. En la actualidad, es nada menos que el mismo poderoso, omnipotente, hacedor de milagros, el gran Creador. Cada cosecha es creación de sus manos llenas de gracia que disponen el maná que tenemos ante nosotros en el desierto.

En mil colinas Él está convirtiendo el agua en el fruto de la vid. Son sus manos omnipotentes las que hacen que las flores salgan de la suciedad y el fango de la tierra, y lo mismo hoy y lo mismo mañana. En el Apocalipsis: “He aquí”, dice, “Yo hago nuevas todas las cosas. Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva [Apocalipsis 21:1,5]. “Jesús, el mismo ayer, y hoy, y por siempre” [Hebreos 13:8], el gran Creador.

El mismo ayer en la gracia expiatoria, antes de la fundación del mundo, es el Cordero que fue inmolado [Apocalipsis 13:8]. En el capítulo 10 del libro de Hebreos leemos: “Habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados…” [Hebreos 10:4-14]. Para todos los holocaustos de los siglos pasados, en los días de Abel, el cordero era traído y todos los sacrificios del antiguo pacto retrataban y representaban a Él.

El mismo hoy, su gracia expiatoria se prefigura y es vista en cada grano de trigo que muere, que vive, y en cada corazón que siente el perdón y la liberación. Es Jesús hoy. Mañana, al final de los tiempos, el canto de los santos en el cielo: “Digno es el Cordero que fue inmolado; porque Tú nos has redimido para Dios con tu sangre” [Apocalipsis 5:9]. El mismo ayer, en la gracia expiatoria, el mismo hoy y el mismo por siempre.

El mismo en su cuidado pastoral, en los días de antaño cuidando a su pueblo. “He oído su clamor y te envío a Moisés para liberar a mi pueblo de la esclavitud” [Éxodo 3:7,10]. En Isaías Él es el pastor que alimenta a su rebaño reuniendo a los corderos en sus brazos y suave y tiernamente conduce a los que todavía se están criando [Isaías 40:11].

Hoy no es menos, el mismo en el amor, en el cuidado pastoral para todo su pueblo respondiendo a sus oraciones, estando junto a ellos en el dolor, atendiendo a sus necesidades, hasta el amanecer es el resplandor de su rostro en el don de un nuevo día y el mismo Señor Dios siempre viniendo otra vez hacia nosotros. Cada puesta de sol es una invitación de una puerta abierta hacia el cielo. Jesús no cambia es el mismo ayer, hoy y lo será para siempre.

Hay dos cosas en este texto que son muy evidentes, una es lo que se niega y otra es lo que se afirma, el Cristo que no cambia. ¿Lo que se niega? Que el Señor nunca cambia, el momento o circunstancia, la provocación, o estado de ánimo, nunca lo alteran. Nosotros cambiamos. Los hombres cambian, pero Él nunca cambia.

Un día somos débiles y al día siguiente somos fuertes. Un día somos resueltos. Al día siguiente somos inestables como el agua. Un día nos llenamos de temor y somos vencidos por la tentación, un momento es sagrado y el día siguiente nos lleva por mal camino. Nuestra vida cambia, pero Él no echa ninguna sombra de cambio, el mismo Cristo que no cambia para siempre.

El tiempo nos cambia. Nos desvanecemos con los años que se multiplican, pero él permanece para siempre. Los estados de ánimo nos cambian. Un día somos de una manera y otro día de otra manera, un día como una roca y al día siguiente como una caña. Pero Él es el mismo Señor firme, en la fidelidad, en la devoción, en la consagración. Las circunstancias nos cambian.

El mayordomo, que es ascendido en la casa de Faraón, olvida al muchacho José en la cárcel [Génesis 40:23], una circunstancia típica de prácticamente la totalidad de la humanidad. Siendo rico o exitoso qué fácilmente nos olvidamos de los pobres y de los oprimidos. Pero nuestro Señor nunca cambia. Sin embargo, exaltado sea, su corazón es todavía el mismo. ¿Lo que se niega? Que Él nunca cambia.

¿Lo que se afirma? Que Él es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos. Él es el mismo en su persona. En el Antiguo Pacto Su nombre es Jehová. En el Nuevo Pacto Su nombre es Jehová, nuestra salvación, el significado de la raíz de Jesús. Y en el ayer, en el día de hoy o en el mañana, Él es siempre el mismo en su persona.

Antes de que Él naciera los ángeles dijeron: “Su nombre es Jehová nuestra salvación Jesús” [Mateo 1:21]. Y cuando nació “Jehová nuestra salvación, Jesús” [Mateo 1:25]. Mientras crecía como niño era: “Tu santo Hijo Jesús”, como los apóstoles oraban en el capítulo 4 del libro de los Hechos [versículo 27].

En su ministerio fue: “Jesús, Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí” [Marcos 10:47]. Y cuando fue crucificado, fue crucificado como: “Este es Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos” [Juan 1:19]. Al resucitar de entre los muertos, el mismo Jesús se puso en medio. Y cuando fue glorificado, seguía siendo el mismo Jesús.

El apóstol Pablo, a eso tiempo Saulo de Tarso, cayendo a sus pies, dijo: “Señor, ¿eres tú?” Y Él respondió: “Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues”  [Hechos 9:4-5, 22:7-8]. En las grandes y últimas visiones apocalípticas inmortalizadas, Él es el mismo Jesús. “Yo, Jesús, he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas en las iglesias” [Apocalipsis 22:16]. El tremendo y estudiado versículo de Tito 2:13: “Aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”. Y la conclusión de bendición de la Revelación: “Así ven, Señor Jesús” [Apocalipsis 22:20]. Él es siempre el mismo. Su corazón nunca cambia. La persona es siempre Jehová nuestra Salvación ayer, hoy y por los siglos.

Él es inmutable en sus oficios. Es el Ungido, en griego, Christous, Cristo; en hebreo, Mesías [Mateo 16:16]. Judíos y gentiles, toda la humanidad, son uno en Él. Él es el Ungido. Él es ungido, nuestro gran Maestro Profeta.

En 1 Reyes [19:16], Eliseo es ungido profeta de Dios. En el capítulo 10 del libro de los Hechos, Simón Pedro habla de “Jesús, a quien Dios ungió para predicar el Evangelio y proclamar el año de gracia del Señor” [Hechos 10:38]. Él es nuestro gran profeta enviado para enseñarnos el camino de Dios. Y su enseñanza es siempre acreditada ayer, hoy y por los siglos.

Él es ungido, nuestro gran Sumo Sacerdote [Salmo 110:4]. Todos los sacerdotes eran ungidos para sus oficios, pero aquellos sacerdotes de los descendientes Aarónicos perecieron. Sus cenizas fueron mezcladas con las cenizas de su grey. Aarón murió en el monte Hor y todos sus sucesores murieron.

Pero Jesús es un sacerdote ungido según el orden de Melquisedec y Él permanece para siempre, nuestro gran intermediario, nuestro gran intercesor, nuestro gran mediador, Jesús ungido sacerdote ante Dios en favor nuestro para siempre. Además Él es un rey ungido. En el capítulo cuarenta y cinco del libro de los Salmos y en el pasaje que acabamos de leer ahora mismo dice: “Tú lo has ungido con óleo de alegría más que a sus compañeros [Salmo 45:7, Hebreos 1:8-9], para ser rey sobre toda la tierra, sobre todo el ejército del cielo, para ser la cabeza de la iglesia [Efesios 5:23], y gobernar para siempre jamás”. En el capítulo 11 del Apocalipsis encontramos: “El reino de este mundo ha venido a ser el reino de nuestro Señor y de su Cristo” [Apocalipsis 11:15]. Él es el rey ungido ayer, hoy, y el rey para siempre.

No solo es inmutable en Su persona y no solo es inmutable en sus oficios, Él también es inmutable en Su presencia. Él está aquí con nosotros hoy como lo estuvo ayer con su pueblo y Él estará con nosotros para siempre. “Nunca te dejaré ni te abandonaré” [Hebreos 13:5].

Él nos alimenta con el pan de la vida como alimentó a cinco mil personas ayer [Mateo 14:13-21]. Él está con nosotros en el barco en los mares tempestuosos de nuestra existencia. Él nos muestra el lado derecho de la nave donde echar las redes. Él camina con nosotros a Emaús y nos revela el significado de las Sagradas Escrituras [Lucas 24:15, 27-32]. Él está con nosotros presente para siempre.

Él nos reprende cuando somos ambiciosos. Él viene a nosotros en la violencia de la tormenta, cuando estamos a punto de hundirnos. Él nos habla por encima de la voz de las olas furiosas. Nos invita a venir a un lado cuando estamos cansados ​​y descansar en Él [Mateo 11;28]. Él es el Cristo que no cambia.

No hay un lago sin su presencia por encima de las aguas. No hay tormenta, en que su forma y figura no se pueda ver. No hay comida, cena o desayuno que su rostro no haya bendecido. No hay carga, sino la que sus hombros están dispuestos a llevar con nosotros. Y no hay ninguna tumba, sino la que su corazón ha tocado en la más profunda tristeza. Jesús es el mismo ayer, hoy y por siempre [Hebreos 13:8], presente siempre con nosotros.

Él es inmutable en Su reino. Dios le ha prometido un pueblo. Y en el propósito del Todopoderoso, ese reino crecerá y se expandirá hasta cubrir el cielo y toda la tierra. Cuando nuestro Señor iba ascendiendo al cielo, vio al pequeño grupo de discípulos a sus pies [Hechos 1:8-9]. A continuación, alzando más la vista, la visión se amplia y  Jerusalén se extiende delante de Él.

Alzando aún más la vista, ve toda Judea. Alzándola aún más, Samaria y Tierra Santa ante Él. Aún más, y se extiende toda la tierra delante de Él, por lo que el Reino de nuestro Señor se expande.

La presencia camina por la orilla del pequeño lago de Galilea y llama a Pedro, Jacobo, Juan y algunos discípulos a abandonar todo y seguirlo. Esa misma presencia invisible recorre las orillas del gran mar, el Mediterráneo, y llama a los hombres y mujeres a seguirle, que renuncien a todo y se inclinen ante Él como Señor y Dios.

Pasa el tiempo y la historia se amplía, ahora esa misma presencia invisible pasea a orillas de un mar mayor, el gran Atlántico. Y en ambos lados hombres y mujeres lo abandonan todo y lo siguen. La visión se amplía y la historia se expande y esa misma presencia invisible recorre las costas de los continentes de la tierra y hombres y mujeres de toda raza, lengua, color, nación y familia, lo abandonan todo y lo siguen. Él es el llamado:

Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz.

Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre. El celo de Jehová de los ejércitos hará esto.

[Isaías 9: 6,7]

 

Ese glorioso mensaje de salvación en Cristo es como el Señor mismo: el mismo ayer, hoy y por los siglos. En el Antiguo Pacto eran salvos por mirar a la promesa de Su expiación, Su venida; en nuestra época de gracia, mirando hacia atrás a la solitaria colina del Calvario, donde se hizo expiación por nuestro pecado [1 Pedro 2:24]. Y con aquellos incontables miles de cada familia y nación en la tierra, alabándole porque por su sangre fuimos lavados, hechos limpios y blancos en la presencia del Cordero [Apocalipsis 5:9].

El gran mensaje de la salvación nunca cambia. Siempre es en Él, el Cristo que no cambia. El mensaje de la salvación que predicamos hoy es el mismo mensaje que Saulo de Tarso conoció cuando él se convirtió en el camino a Damasco [Hechos 9:1-17]. El mensaje de la salvación en el primer siglo era el mismo mensaje de la salvación en el siglo II. El mensaje de la salvación en el siglo III era el mismo mensaje de la salvación en el siglo II. A lo largo de todos los siglos, y hasta el momento presente, si Él retrasara su venida hasta el final de los tiempos, el mensaje es el mismo.

En Cristo tenemos perdón de los pecados. En Su amor expiatorio tenemos liberación. En su amor y misericordia somos adoptados en la familia de Dios. “Y para aquellos que le buscan Él aparecerá, sin relación con el pecado, para salvación eterna”  [Hebreos 9:28].

El Cristo que no cambia nos trae una salvación que no cambia con la esperanza y la promesa de una vida inmutable y eterna. Es el mismo ayer, hoy y siempre.

¡Qué reconfortante es saber que aunque yo pueda cambiar Él no lo hará! ¡Qué vivificante es saber que si mi vida se desvanece Él permanece para siempre! ¡Qué consuelo saber que a pesar de que mis pies puedan temblar, la roca en la que me encuentro no se mueve! ¡Y qué bendición darse cuenta de que la salvación que se me ha ofrecido es como el mismo Cristo, permanece inmutable por siempre y para siempre!

Esta es la esperanza que nuestro amado Señor nos ha dado: Mirándole a nuestro Salvador ahora, nuestro Salvador en la hora de nuestra muerte, nuestro Salvador en el día del juicio cuando estemos delante de Dios y nuestro Salvador en el cielo por siempre y siempre. Ayer, hoy y siempre el mismo, el Cristo que no cambia [Hebreos 13:8].

Nuestro maravilloso Señor, ¡qué consuelo infinito saber que tú eres siempre el mismo: En la paz, en la guerra, en la riqueza, en la pobreza, en la juventud, en la vejez, en la vida, en la muerte, en este mundo, en el mundo por venir, en nuestra debilidad como en nuestras fuerzas, en nuestros momentos de devoción como en nuestros momentos de error y desvío! Tú eres siempre el mismo, un gran, santo, bendito Salvador, cuyo cuidado pastoral nos busca, nos salva, nos guarda, nos promete la vida eterna. ¡Qué bueno eres! Cuán potente en gracia y misericordia eres, no solo omnipotente en la creación de mundos, sino milagroso también en la salvación de las almas. Nuestro Señor, que podamos encontrar la fuerza, ayuda, seguridad y consuelo en tu presencia. Amén.